El Tribunal Supremo condena a nueve de los procesados en la causa especial 20907/2017 por delito de sedición

La sala les impone penas de entre 9 años y 13 años de prisión. Los otros tres procesados son condenados a pena de multa por un delito de desobediencia.

La Sala Segunda del Tribunal Supremo ha notificado este lunes 14 de octubre, la sentencia dictada en la causa especial 20907/2017, seguida por los hechos sucedidos en Cataluña en el otoño de 2017 en el marco del proceso secesionista.

Condenas.

El Tribunal Supremo ha condenado por la causa del procés a Oriol Junqueras a 13 años de prisión y 13 de inhabilitación absoluta; y a Raül Romeva, Jordi Turull y Dolors Bassa a las penas de 12 años de prisión y 12 de inhabilitación absoluta, en los cuatro casos por delito de sedición en concurso medial con un delito de malversación de fondos públicos agravado en razón de su cuantía.

Asimismo, condena por el delito de sedición a Carme Forcadell a las penas de 11 años y 6 meses de prisión e igual tiempo de inhabilitación absoluta; a Joaquim Forn y Josep Rull a las penas de 10 años y 6 meses de prisión y 10 años y 6 meses de inhabilitación absoluta; y a Jordi Sánchez y Jordi Cuixart a las penas de 9 años de prisión y 9 años de inhabilitación absoluta.

En cuanto a Santiago Vila, Meritxell Borràs y Carles Mundó, son condenados cada uno de ellos como autores de un delito de desobediencia a las penas de 10 meses de multa, con una cuota diaria de 200 euros, y un 1 año y 8 meses de inhabilitación especial.

La sentencia absuelve a los acusados Joaquim Forn, Josep Rull, Santiago Vila, Meritxell Borràs y Carles Mundó del delito de malversación.

Entre otros argumentos y fundamentos jurídicos la sentencia recoge los siguientes:

No hay rebelión.

La Sala da por probada la existencia de violencia. Pero no basta la constatación de indiscutibles episodios de violencia para proclamar que los hechos integran un delito de rebelión. Resolver el juicio de tipicidad respondiendo con un monosílabo a la pregunta de si hubo o no violencia, supone incurrir en un reduccionismo analítico que esta Sala -por más que se haya extendido ese discurso en otros ámbitos- no puede suscribir. La violencia tiene que ser una violencia instrumental, funcional, preordenada de forma directa, sin pasos intermedios, a los fines que animan la acción de los rebeldes. Y es en este punto donde topamos -todavía en el ámbito del tipo objetivo- con otro obstáculo para la afirmación del juicio de tipicidad. Hablamos, claro es, de la absoluta insuficiencia del conjunto de actos previstos y llevados a cabo para imponer de hecho la efectiva independencia territorial y la derogación de la Constitución Española en el territorio catalán. Dicho con otras palabras, es violencia para lograr la secesión, no violencia para crear un clima o un escenario en que se haga más viable una ulterior negociación.

Bastó una decisión del Tribunal Constitucional para despojar de inmediata ejecutividad a los instrumentos jurídicos que se pretendían hacer efectivos por los acusados. Y la conjura fue definitivamente abortada con la mera exhibición de unas páginas del Boletín Oficial del Estado que publicaban la aplicación del artículo 155 de la Constitución a la comunidad autónoma de Cataluña. Este hecho determinó a algunos de los procesados a emprender repentina huida. Los acusados que decidieron permanecer -ya sea por decisión personal, ya por la efectividad de las medidas cautelares de prisión que fueron adoptadas desistieron incondicionalmente de la aventura que habían emprendido. Es más, desde el primer momento se aplicaron con normalidad las previsiones de aquella norma constitucional en la medida autorizada al Gobierno de España por el Senado.

La Sala considera que la exclusión del delito de rebelión está justificada, no sólo por razones objetivas, ligadas a la falta de funcionalidad de la violencia, sino también por razones subjetivas:

Todos los acusados ahora objeto de enjuiciamiento eran conscientes de la manifiesta inviabilidad jurídica de un referéndum de autodeterminación que se presentaba como la vía para la construcción de la República de Cataluña. Sabían que la simple aprobación de enunciados jurídicos, en abierta contradicción con las reglas democráticas previstas para la reforma del texto constitucional, no podría conducir a un espacio de soberanía. Eran conocedores de que lo que se ofrecía a la ciudadanía catalana como el ejercicio legítimo del derecho a decidir, no era sino el señuelo para una movilización que nunca desembocaría en la creación de un Estado soberano. Bajo el imaginario derecho de autodeterminación se agazapaba el deseo de los líderes políticos y asociativos de presionar al Gobierno de la Nación para la negociación de una consulta popular. Los ilusionados ciudadanos que creían que un resultado positivo del llamado referéndum de autodeterminación conduciría al ansiado horizonte de una república soberana, desconocían que el derecho a decidir había mutado y se había convertido en un atípico derecho a presionar. Pese a ello, los acusados propiciaron un entramado jurídico paralelo al vigente y promovieron un referéndum carente de todas las garantías democráticas. Los ciudadanos fueron movilizados para demostrar que los jueces en Cataluña habían perdido su capacidad jurisdiccional y fueron, además, expuestos a la compulsión personal mediante la que el ordenamiento jurídico garantiza la ejecución de las decisiones judiciales.

Pese al despliegue retórico de quienes fueron acusados, es lo cierto que, desde la perspectiva de hecho, la inviabilidad de los actos concebidos para hacer realidad la prometida independencia era manifiesta. El Estado mantuvo en todo momento el control de la fuerza, militar, policial, jurisdiccional e incluso social. Y lo mantuvo convirtiendo el eventual propósito independentista en una mera quimera. De ello eran conscientes los acusados. El Estado actuó, por tanto, como único depositario de la legitimidad democrática para garantizar la unidad soberana de la que aquélla emana.

La tipicidad del delito de rebelión surge desde la puesta en peligro de los bienes jurídicos a que se refiere el artículo 472 del Código Penal. Pero ese riesgo -insistimos- ha de ser real y no una mera ensoñación del autor o un artificio engañoso creado para movilizar a unos ciudadanos que creyeron estar asistiendo al acto histórico de fundación de la república catalana y, en realidad, habían sido llamados como parte tácticamente esencial de la verdadera finalidad de los autores. El acto participativo presentado por los acusados a la ciudadanía como el vehículo para el ejercicio del derecho a decidir -fórmula jurídica adaptada del derecho de autodeterminación- no era otra cosa que la estratégica fórmula de presión política que los acusados pretendían ejercer sobre el Gobierno del Estado.

Los acusados sabían, desde el momento mismo del diseño independentista, que no existe marco jurídico para una secesión lograda por la simple vía de hecho, sin otro apoyo que el de una normativa de ruptura constitucional que pierde su eficacia en el instante mismo de su publicación. Los acusados sabían que un referéndum sin la más mínima garantía de legitimidad y transparencia para la contabilización de su resultado, nunca sería homologado por observadores internacionales verdaderamente imparciales. Eran conscientes, en fin, de que la ruptura con el Estado exige algo más que la obstinada repetición de consignas dirigidas a una parte de la ciudadanía que confía ingenuamente en el liderazgo de sus representantes políticos y en su capacidad para conducirles a un nuevo Estado que sólo existe en el imaginario de sus promotores. (…) Unos procesados que, al mismo tiempo que presentaban el referéndum del día 1 de octubre como expresión del genuino e irrenunciable ejercicio del derecho de autodeterminación, explicaban que, en realidad, lo que querían era una negociación directa con el Gobierno del Estado. Es insalvable la contradicción en que incurre quien se dirige a la ciudadanía proclamando que ha accedido a su propio espacio de soberanía e inmediatamente deja sin efecto la declaración de independencia para volver al punto de partida y reclamar, no la independencia, sino la negociación con un ente soberano del que afirma haberse desgajado, aunque solo temporalmente durante unos pocos segundos.

Delito de sedición.

La defensa política, individual o colectiva, de cualquiera de los fines enumerados en el art. 472 del CP -entre otros, derogar, suspender o modificar total o parcialmente la Constitución o declarar la independencia de una parte del territorio nacional- no es constitutiva de delito. Pero sí lo es movilizar a la ciudadanía en un alzamiento público y tumultuario que, además, impide la aplicación de las leyes y obstaculiza el cumplimiento de las decisiones judiciales. Esa es la porción de injusto que abarca el artículo 544 del CP. Ambos preceptos se encuentran en una relación de subisidiariedad expresa. No podemos, en fin, hacer nuestro un mal entendido principio de insignificancia, que reconduzca a la total impunidad comportamientos que, inútiles para las finalidades determinantes del tipo de rebelión, satisfacen las previsiones de otros tipos penales, como en este caso, el delito de sedición.

La Sala pone de manifiesto la necesidad de no incurrir en el error de entender que el orden público como referencia sistemática común de los delitos acogidos en el título XXII del Libro II del Código Penal, impide incluir en su ámbito conductas de especial y cualificada gravedad. De hecho, algunos de los delitos de terrorismo alojados bajo la rúbrica de delitos contra el orden público exigen un elemento tendencial, encaminado a «…subvertir el orden constitucional» (cfr. art. 573.1.1 CP). Son preceptos, por tanto, que desbordan los reducidos límites del concepto de orden público concebido como bien jurídico autónomo. Todo ello ha llevado a diferenciar el orden público de otros conceptos como el de paz pública, que permitiría construir un bien jurídico identificable con el interés de la sociedad en la aceptación del marco constitucional, de las leyes y de las decisiones de las autoridades legítimas, como presupuesto para el ejercicio y disfrute de los derechos fundamentales.

La protección de la integridad territorial es común en las constituciones europeas.

Frente al argumento de las defensas respecto a una sobreprotección de la unidad de España, la sentencia destaca que la protección de la unidad territorial de España no es una extravagancia que singularice nuestro sistema constitucional. La práctica totalidad de las constituciones europeas incluye preceptos encaminados a reforzar la integridad del territorio sobre el que se asientan los respectivos Estados. Los textos constitucionales de algunos de los países de origen de los observadores internacionales contratados por el gobierno autonómico catalán -que en su declaración como testigos en el juicio oral censuraron la iniciativa jurisdiccional encaminada a impedir el referéndum-, incluyen normas de especial rigor. La Constitución alemana declara inconstitucionales «los partidos que, por sus objetivos o por el comportamiento de sus miembros, busquen mermar o eliminar el orden constitucional democrático y de libertad, o pongan en peligro la existencia de la República Federal Alemana» (art. 21.2). La Constitución francesa de 1958 se abre con un precepto en el que se proclama que «Francia es una República indivisible…» (art. 1). El Presidente de la República «vigila por el respeto de la Constitución y asegura (…) la continuidad del Estado» (art. 5). La Constitución italiana de 1947 declara que «la República, una e indivisible, reconoce y promueve las autonomías locales» (art. 5). En Portugal, la Constitución de 1976 señala que «el Estado es unitario» (art. 6) y el Presidente de la República ostenta la representación de la República Portuguesa y quien «…garantiza la independencia nacional y la unidad del Estado» (art. 120).

Ninguna Constitución europea avala el derecho a decidir.

No existe (…) tratado internacional que haya codificado el «derecho a decidir». Todo movimiento de secesión unilateral en una sociedad que ha hecho suyas la Convención de Derechos Humanos de 1951 y la Carta de Derechos de Lisboa de 2010 es, por definición, un movimiento antidemocrático, porque antidemocrático es destrozar las bases de un modelo constitucional para construir una república identitaria en la que el pluralismo ideológico y político no están garantizados. Y ello aunque pretenda camuflarse la falta de legitimidad política del proyecto secesionista mediante la totalitaria preeminencia de un supuesto principio democrático que se impondría sobre el Estado de derecho. No hay democracia fuera del Estado de Derecho. Llevada a sus últimas consecuencias esa obcecada prevalencia, habríamos de admitir que la aplicación del «derecho a decidir» podría imponerse en cualquier momento y respecto de cualquier materia reglada por el ordenamiento jurídico. Una sociedad en la que su carta fundacional subordina a la voluntad de su Presidente la estructura misma del poder judicial solo puede ser construida mediante la vulneración de principios constitucionales que nunca habrían podido ser modificados por las vías legales de reforma. Y la contumaz búsqueda de ese modelo de ruptura, desoyendo los requerimientos formulados por el Tribunal Constitucional, vulnera bienes jurídicos del máximo rango axiológico.

La conversión del «derecho a decidir», como indiscutible facultad inherente a todo ser humano, en un derecho colectivo asociado a un pueblo, encerrará siempre un salto en el vacío. No existe un «derecho a decidir» ejercitable fuera de los límites jurídicos definidos por la propia sociedad. No existe tal derecho. Su realidad no es otra que la de una aspiración política.

La Sala no puede aceptar, desde luego, el «derecho a decidir» como termómetro de medición de la calidad democrática de una sociedad. Es más, la calidad democrática de un Estado no puede hacerse depender de la incondicional aceptación de ese derecho. La democracia presupone, es cierto, el derecho a votar, pero es algo más que eso. Supone también el respeto por los derechos políticos que el sistema constitucional reconoce a otros ciudadanos, el reconocimiento de los equilibrios entre poderes, el acatamiento de las resoluciones judiciales y, en fin, la idea compartida de que la construcción del futuro de una comunidad en democracia solo es posible respetando el marco jurídico que es expresión de la soberanía popular. No existe ninguna constitución europea que avale el «derecho a decidir», tal y como de forma reiterada, reivindican los procesados. Ningún tribunal constitucional de nuestro entorno ha reconocido ese derecho entre el catálogo de derechos que forman nuestro patrimonio jurídico.

Un derecho de autodeterminación que sería solo de una parte de la ciudadanía: la que se dejó seducir por las llamadas del Govern y otros agentes sociales y políticos a una votación que se presentaba falazmente como legítima. Un supuesto derecho que se presentaba marginando y despreciando a otro enorme bloque ciudadano -para los que sería heterodeterminación o determinación a la fuerza- que optaron por no participar en esa convocatoria por considerarla fantasiosa, ilegal y también presumiblemente ilegítima. Es simplista presentar las cosas como un conflicto entre ley y legitimidad. Es un conflicto entre el concepto de legitimidad de unos –más o menos, pero no todos, ni siquiera de la mayoría- y una legalidad a la que muchos otros –no necesariamente menos- también consideran legítima. Al final lo que un sector – mayor o menor, no estamos ante un problema cuantitativo- consideraba legítimo, se quería imponer y hacer prevalecer, no ya sobre una legalidad contradictoria con esa concepción de lo legítimo, sino sobre lo que muchos otros consideraban legítimo, ajustado a la justicia y que además estaba avalado por una legalidad democrática que se desprecia. No es legitimidad contra legalidad. Es un conflicto entre las concepciones parciales de unos acerca de la legitimidad y las convicciones de otros que, además, cuentan con el respaldo de unas leyes y una Constitución aprobadas tras unos procesos legales ajustados a todos los estándares democráticos y, por supuesto, susceptibles de ser modificadas por procedimientos legales.

El concepto de soberanía, por más que quiera subrayarse su carácter polisémico, sigue siendo la referencia legitimadora de cualquier Estado democrático. Es cierto que asistimos a una transformación de la soberanía, que abandona su formato histórico de poder absoluto y se dirige hacia una concepción funcional, adaptada a un imparable proceso de globalización. Pero a pesar de las transformaciones, la soberanía subsiste y no queda neutralizada mediante un armazón jurídico construido a partir de contumaces actos de desobediencia al Tribunal Constitucional. La construcción de una república independiente exige la alteración forzada del sujeto de la soberanía, es decir, la anticipada mutilación del sujeto originario del poder constituyente, que expresa la base sociológica de cualquier Estado civilizado. El «derecho a decidir» solo puede construirse entonces a partir de un permanente desafío político que, valiéndose de vías de hecho, ataca una y otra vez la esencia del pacto constitucional y, con él, de la convivencia democrática.

La búsqueda de una cobertura normativa a ese desafío, lejos de aliviar su gravedad la intensifica, en la medida en que transmite a la ciudadanía la falsa creencia de que el ordenamiento jurídico respalda la viabilidad de una pretensión inalcanzable. Y los responsables políticos que abanderaron ese mensaje eran -y siguen siendo- conscientes, pese a su estratégica ocultación, de que el sujeto de la soberanía no se desplaza ni se cercena mediante un simple enunciado normativo. La experiencia histórica demuestra que la demolición de los cimientos del pacto constituyente no se consigue mediante la sucesión formal de preceptos.

Desde la perspectiva expuesta, no es factible hablar de colisión de principios - principio democrático y principio de legalidad- como antagónicos, pues el primero no tiene contenido si no es enmarcado en una ley que le proporcione el sentido preciso y la necesaria estructura de garantía.

Juez imparcial.

Han sido, al menos, siete los incidentes de recusación promovidos contra nueve magistrados de esta Sala. El cuestionamiento de la imparcialidad de los magistrados que integramos la Sala ha sido un continuum, muy distanciado del significado procesal de la recusación como instrumento para garantizar la imparcialidad judicial. Las circunstancias de uno y otro signo que han estado presentes a lo largo del juicio han llevado a las defensas a una estrategia de demonización de la Sala Segunda del Tribunal Supremo. Esta idea ha estado presente hasta el último momento del desarrollo del plenario, en el que algunos de los acusados siguieron presentándose como víctimas de un proceso político, sin que faltara quien consideró que su enjuiciamiento sólo se explicaba por su nombre y apellidos. La recusación de los integrantes de la Sala se ha convertido, por tanto, en una rutina que, de manera contumaz, ha sido empleada como un instrumento de deslegitimación del Tribunal Supremo.

Desobediencia civil.

Se ha visto en la desobediencia civil un patrimonio irrenunciable de toda cultura política madura, un aumento en la calidad moral de la sociedad e, incluso, la expresión de una ética de la disidencia. La desobediencia aparece así como un mecanismo dinamizador, imprescindible para no caer en una democracia adocenada, instalada en el conformismo acomodaticio. Y es que la mayoría, como obligada fuente de legitimidad democrática, no siempre garantiza la justicia de lo mayoritariamente acordado. De ahí que la desobediencia civil, entendida como pública exteriorización de la disidencia y la reivindicada necesidad de cambio, tiene un valioso papel encaminado a la reinterpretación de lo que mayoritariamente se ha considerado como el bien común. Ningún texto constitucional es perfecto. Su presentación como un bloque jurídico hermético, cerrado a cualquier propuesta de reforma va en contra del propio significado del pacto constitucional. No existen los consensos perpetuos, ni las sociedades en permanente estado de asentimiento.

Pero si ante cualquier decisión judicial llegáramos a admitir que quien no la comparte y la considera injusta, está habilitado para impedir su cumplimiento ¿qué tutela se prestaría a quienes pudiera beneficiar esa decisión o a quienes la comparten y la consideran justa? Un planteamiento absolutista de las propias ideas o convicciones, habilitante para desoír a los poderes públicos legítimos, condena a quienes se sitúan al lado de la ley al papel de ciudadanos de segundo orden. Las ideas de quien desobedece civilmente se imponen sobre las de quien se somete a la ley y a lo que dispone la autoridad judicial o de otro orden.

Nadie puede arrogarse el monopolio de interpretar qué es lo legítimo, arrojando al ámbito de lo ilegítimo al que no comparta sus ideas sobre la autodeterminación, por más que alegue como justificación la prevalencia del ejercicio del derecho a la desobediencia civil. Los argumentos con los que se pretende justificar esa disidencia no pueden ser utilizados para derrotar al que no piensa igual, ni para imponerse a la legalidad, basándose en la excluyente reivindicación de una legitimidad superior. También otros ciudadanos que profesan otras concepciones sobre el problema territorial gozan de iguales derechos. Y con iguales métodos -tanto en el plano del tejido social como en el de la política institucional- ha de respetarse su capacidad y derecho de oponer a esas ideas otras que para ellos son las que encarnan la legitimidad. Para conseguir que las respectivas, plurales y no coincidentes ideas de lo legítimo y lo justo se plasmen en el ordenamiento se articulan unos procedimientos que han sido objeto de consenso por todos los ciudadanos y que tienen cabida en la Constitución y en las leyes, que no son inalterables sino que pueden ser modificados a través de cauces democráticos en los que se trata de garantizar que las ideas de unos pocos no sea impuestas a la mayoría. Y al mismo tiempo que las mayorías no menoscaben los derechos de las minorías.

Cuando se invaden espacios acotados por normas penales mediante actuaciones animadas por un deseo, no solo de exteriorizar la disidencia, que puede estar fundada en convicciones profundas, sino también de lograr la modificación de la legalidad –ordinaria o constitucional- para conformarla a las propias ideas o aspiraciones, se ha de asumir que el mismo ordenamiento reaccione con los resortes previstos en él como autodefensa frente a vías, no ya carentes de cobertura, sino en abierta oposición y rebeldía frente a la legalidad.

Libertad ideológica y derecho de reunión.

La Sala coincide, desde luego, en que la libertad ideológica no sólo ampara, sino que también protege la reivindicación del derecho de autodeterminación. Los partidos políticos en cuya candidatura (…) se han presentado en distintos procesos electorales (algunos de los acusados) defienden a través de sus representantes, con la más absoluta normalidad, en el Parlamento, en los medios de comunicación y, siempre que lo tienen por conveniente, la legitimidad democrática del derecho de autodeterminación. Sostener que la razón de la acusación y condena tiene como sustrato fáctico el simple hecho de defender la autodeterminación de Cataluña, sólo puede entenderse como un desahogo retórico, tan legítimo desde la perspectiva del derecho de defensa, como inaceptable en términos jurídicos.

Lo sucedido el 1 de octubre no fue sólo una manifestación o un acto masivo de protesta ciudadana. Si hubiese sido eso no habría reacción penal. Fue un levantamiento tumultuario alentado por los acusados entre muchas otras personas para convertir en papel mojado -con el uso de vías de hecho y fuerza física- unas decisiones judiciales del Tribunal Constitucional y del Tribunal Superior de Justicia de Cataluña. Nada habría que reprochar si la actuación se hubiese concretado en concentraciones masivas, protestas multitudinarias, manifestaciones con lemas duros y combativos. Todo eso está no solo protegido, sino incluso estimulado por el texto constitucional y el espíritu que lo anima. Pero lo que no puede tolerar nuestra Constitución ni la Ley Fundamental de ningún Estado democrático, es supeditar una de las más elementales exigencias del Estado de derecho, esto es, el acatamiento de la decisión de un Tribunal -que no adhesión ni aplauso, ni inmunidad ante la crítica- a la voluntad de una, diez, mil, miles o millones de personas. Máxime cuando hay otro tanto numérico de ciudadanos que confían en esa decisión y la respetan e incluso la comparten, y quieren confiar en que también ellos serán protegidos por el Estado de Derecho.

En el contenido material del derecho de reunión tienen cabida los gritos reivindicativos o la encendida protesta frente a resoluciones de cualquiera de los poderes del Estado. Tachar de injustas o ilegales unas detenciones y hacerlo públicamente en una concentración de ciudadanos, tiene pleno cobijo en el ejercicio del derecho de reunión que proclama y reconoce el art. 21 de la Constitución española. La apasionada defensa de la independencia de Cataluña forma parte de la normalidad democrática. Pedir en una concentración que la administración de justicia se integre solo por Jueces catalanes es una afirmación protegida por la libertad de expresión. (…)

Sin embargo, el día 20 de septiembre de 2017, lo que tuvo lugar no fue una concentración ciudadana para protestar por las detenciones y registros que se estaban practicando desde primeras horas de la mañana, en cumplimiento de distintas resoluciones dictadas por el Juez de instrucción núm. 13 de Barcelona. Los líderes asociativos sabían -y así lo hicieron constar en sus intervenciones y consignas- que la Guardia Civil tenía la obligación legal de trasladar a los detenidos al lugar en el que se iba a practicar el registro. Eran plenamente conscientes de que una comisión judicial, integrada por la Letrada de la Administración de Justicia y de la que formaban parte más de una decena de Guardias Civiles, intentaba hacerse con las fuentes de prueba que habían sido requeridas por el Magistrado ordenante de las entradas y registros. Lo que motivó la actuación de los acusados era demostrar a toda la sociedad, en pleno y acreditado concierto con los responsables gubernamentales, que los Jueces y Magistrados que ejercían su función constitucional en Cataluña, habían perdido la capacidad para ejecutar sus resoluciones.

Malversación.

La sentencia absuelve a Rull, Forn, Vila, Mundó y Borràs del delito de malversación de caudales públicos que les atribuye el Ministerio Fiscal, la Abogacía del Estado y la acusación popular. Es cierto que todos ellos suscribieron el acuerdo gubernativo que anunció la asunción solidaria de todos los gastos que se promovieran por el Govern para la realización del referéndum. Pero la codelincuencia exige, como presupuesto conceptual aceptado por la jurisprudencia de esta Sala, algo más que el previo acuerdo de voluntades para delinquir.

Es indispensable que el copartícipe realice actos materiales, nucleares o no, de ejecución. Pues bien, no ha quedado acreditado -pese al esfuerzo probatorio desplegado por las acusaciones- que la Consejera Sra. Borràs o los Consejeros Sres. Forn, Rull, Vila y Mundó hubieran puesto la estructura de los departamentos que dirigían al servicio de gastos concretos justificados para la celebración del referéndum ilegal. Alguno de ellos, incluso, como alegaron algunos testigos, dieron órdenes específicas para la no aplicación de partidas presupuestarias a la consulta prevista para el día 1 de octubre. Es el caso, de modo especial, de los Sres. Vila y Mundó y de la Sra. Borràs. Y esta es la diferencia respecto de los otros miembros del Govern que sí van a ser condenados por este delito, ya que no se limitaron a una exteriorización compartida de su voluntad de sustraerse al control financiero propio de las sociedades democráticas, sino que ejecutaron actos concretos de dispendio económico que no era otra cosa que la genuina expresión de su deslealtad.

Petición del Fiscal de cumplimiento de la mitad de la pena impuesta para la clasificación de los penados en tercer grado penitenciario.

La Sala considera que esa facultad no puede ser interpretada como un mecanismo jurídico para evitar anticipadamente decisiones de la administración penitenciaria que no se consideren acordes con la gravedad de la pena. Estas decisiones tienen su cauce impugnativo ordinario y pueden ser objeto de revisión. El artículo 36.2 del Código Penal lo que otorga al tribunal sentenciador es la facultad de efectuar un pronóstico de peligrosidad que preserve los bienes jurídicos que fueron violentados con el delito. Y solo desde esta perspectiva debe ser respondida la petición del Fiscal. Los acusados han sido castigados, además de a las penas privativas de libertad asociadas a los tipos por los que se formula condena, a penas de inhabilitación absoluta que excluyen el sufragio pasivo y la capacidad para asumir responsabilidades como aquellas que estaban siendo ejercidas en el momento de delinquir.

En definitiva, la capacidad jurisdiccional para revisar decisiones administrativas en el ámbito penitenciario que se consideren contrarias a derecho, es la mejor garantía de que el cumplimiento de las penas se ajustará, siempre y en todo caso, a un pronóstico individualizado de cumplimiento y progresión. El protagonismo que nuestro sistema jurídico atribuye al Fiscal para reaccionar frente a decisiones contrarias a la legalidad que ha de inspirar la ejecución de penas privativas de libertad, añade una garantía que justifica nuestra respuesta.

En los archivos adjuntos pueden consultarse los siguientes contenidos:

Fuente: Tribunal Supremo